viernes, 18 de diciembre de 2009

Otra disquicisión


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Escribe: Harold Alva
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Me conozco. A veces eso puede ser una virtud, otra un agravante para que me excluyan de cualquier intento de romance. Leo el decálogo de Horacio Quiroga y me pregunto hasta qué punto aplicarlo es adecuado: soy un tipo que no se rige por regla alguna, mis códigos están fundados en otro tipo de lealtades. Creo en el poder de reconocerme en los ojos de alguien, creo en la furia de saber que puedo quebrarme con la humedad de los labios de M que sinuosos los llevo a todas partes. Creo en el brillo que la hace temblar cuando la abrazo. Y pienso de nuevo en el decálogo y sí: creo en un maestro como en Dios mismo, creo en esto que nos pasa, creo en este ir y venir, creo en esta seguridad para no perderla, en este miedo como quien sube a una cima inaccesible. Por eso me resisto a imitar cómo viven los otros, cómo actúan para defender su situación de ser sociable y dejo que mis ojos se abran cada vez que los cierro para sentir sus manos aferrándose a mis brazos y dudo en ese momento de mi capacidad de triunfo, pero siento que debo actuar así, con este ardor por tenerla conmigo, por despertar con su pelo al costado de mi almohada como un rito en el que noche a noche le obsequio mi corazón a sus palabras. Quiroga me habría dicho que no empiece si no sé a dónde apunto, me repetiría que las tres primeras líneas son determinantes, y yo le respondería que denuncio mi circunstancia con la autoridad del creador que sabe que a su texto le basta los ojos de M para ponerse de pie y avanzar hacia la línea de fuego desde donde la observo sin necesidad de apelar al adjetivo, al adornito cursi con el que otros se defienden para exigir un gesto afirmativo. Me conozco y sé de M incluso antes de este cuarto nacimiento, por eso la hosca actitud que me presenta como un sujeto duro, como un puñal de filos que destaja sus temores, la brisa que roza con la pasión de los dedos que no han dejado nunca de tocarla. “No escribas con el imperio de la emoción”, insiste Horacio, yo lo miro, imagino su boca abriéndose al cañón de la escopeta y escojo dejarla vivir para empezar de nuevo a la mitad de este camino y me olvido del resto, olvido la soledad, olvido la tristeza de los otros y le exijo al aire tu perfume, tu paz, tu aliento entre mis manos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Si naciste en 1976, tú puedes ser Clarita

Escribe: Eduardo González Viaña
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Aunque no te llamen ahora así, y tus padres adoptivos te hayan puesto otro nombre, es muy posible que tú seas Clara Anahí Mariani.

Hay algo que no pueden haber falsificado quienes te secuestraron y te vendieron: naciste el 12 de agosto de 1976, y es muy difícil que te hayan puesto una fecha lejana de esa en el documento falso con que has vivido todo este tiempo. Naciste en La Plata, Argentina, hija de Daniel y de Diana, y quizás los raptores te inscribieron en tu mismo país mientras los militares estaban en la Casa Rosada, o tal vez lo hicieron en Uruguay o Chile, igualmente gobernados por asesinos. Al acabarse ese tiempo, a otros niños como tú se los llevaron a Italia y España, donde también podrías estar ahora.

Clarita Anahí Mariani, tengo para ti una carta de tu abuela, la “Chicha”, que te está buscando desde que te raptaron. Va aquí con la mía, y en ella encontrarás fotos de tus padres y de ti misma que tal vez te ayudarán a reconocerte. Además, tu abuela te cuenta otros detalles que, por genética, pueden repetirse en ti.

Es obvio que no recuerdes lo que ocurrió cuando apenas tenías tres meses de nacida. Sin embargo, un psicólogo me asegura que ese hecho brutal se quedó grabado en tu inconsciente y es posible que, algunas noches, se exprese con sueños espantables.

Clarita: tu pesadilla está a punto de terminar. Cuando abraces a tu abuela, recobrarás el derecho de tener recuerdos familiares, y acaso sientas que Diana y Daniel, tus padres, te acompañan desde una región luminosa de los cielos.

Déjame contarte lo que pasó el 24 de noviembre de 1976, y comenzarás a entender esta carta.

Ese día, a las cinco de la tarde, estabas jugando con tu madre que te alzaba y besaba jugando a que eras su muñeca. De súbito, se escucharon las pisadas y los gritos de mucha gente que irrumpía en el tercer piso del edificio donde vivías.

Seguro que tú sonreíste y creíste que era parte del juego de tu madre, pero era tan grande el ruido que empezaste a llorar. Era tu manera de preguntarle a mamá qué era lo que estaba pasando y por qué.

Miguel Osvaldo Etchecolatz abrió por fin la puerta de tu casa. A su lado se encontraba el general Ramón Camps. Ambos se hicieron a un lado para que ingresaran los soldados del Ejército, la Policía y la Armada de Argentina que realizaban una operación conjunta para masacrar opositores al gobierno.

Entraron disparando. Antes, habían ametrallado los departamentos de dos familias vecinas y habían matado a cinco personas. Etchecolatz te puso la pistola en la boca y le advirtió a tu madre que iba a disparar. Ella le arrancó la pistola y te cubrió con su cuerpo. Te cubrió de tal forma que resultabas invulnerable.

Entonces el hombre comenzó a disparar. Aunque Diana Terugi, tu madre, debe de haber muerto a los primeros balazos, en su cadáver se encontraron más de cuarenta impactos producidos por el arma de Etchecolatz y las ametralladoras de los soldados de tu patria. Cuando Etchecolatz te iba a rematar, lo detuvo el general Camps.

-¡Estás loco! Podemos conseguir unos buenos pesos con la piba.

Del resto poco sabemos, Clarita. O Alejandra, Margarita, Viviana, Renata, Marisa, María Elena, como te llamen ahora. Tu abuela y tu padre te buscaron por toda Argentina. Por fin, los asesinos llegaron hasta Daniel, y también lo eliminaron.

A estas alturas de mi carta, te seguirás preguntando ¿por qué, por qué? Voy a darte una parte de la respuesta.

A partir de los años setenta, diversas bandas de militares se apoderaron de más de la mitad de Sudamérica. Está probado hoy todo lo que hicieron entonces: su violencia salvaje, las persecuciones, la represión ilegal de los disidentes, la tortura infernal, la desaparición forzada de personas, el rapto y la venta de niños y el copamiento de todos los medios de información. Miles de civiles tan indefensos como tu madre y tu padre fueron masacrados en un verdadero holocausto. Millares de niños fueron arrebatados en sus casas como tú o arrancados de los brazos de sus madres en la prisión. Los militares llamaban a eso una “guerra interna” y justificaban su barbarie con el fundamento de que estaban defendiendo la civilización cristiana en nuestro continente.

Pasado ese tiempo, con gobiernos elegidos y descubiertas las cuentas secretas de Videla, de Pinochet, de Fujimori, entre otros, con las lloriqueantes confesiones del asesino de tu madre, Etchecolatz y del cobarde general Videla ante sus jueces, conocidas las coimas gigantescas por el armamento que compraban, descubiertas las cuentas de la Ford y la Mercedes Benz, ente otras empresas que los tenían en sus nóminas, ya se sabe que todo era al revés de lo que los militares proclamaban.

Ya se sabe que eran criminales bien pagados, saqueadores insaciables y chacales sin alma, y que su primer objetivo fueron jóvenes como tus padres o viejos como el director de orquesta que fue tu abuelo, para quienes el socialismo era la mejor forma de hacer verdad en la tierra las promesas de Cristo.

Ya se sabe la verdad, Clara Anahí, pero tu abuelita, la Chicha, todavía no te ha visto. Dale la sorpresa en estos días navideños.